Norman
Cortés Larrieu
Chile, hacia la primera mitad del siglo XIX, después de
la batalla de Lircay, en que triunfaron los “pelucones” sobre los “pipiolos”,
tenía alrededor de un millón y medio de habitantes, de los cuales el 80% eran
campesinos iletrados y el 20 % restante se repartía entre tres centros urbanos
perfectamente distinguibles: Santiago y Valparaíso (con 85.000 y 52.000
habitantes, respectivamente); Concepción y Talcahuano, que proveía al país de
cuadros militares desde la época de la Conquista y después de las guerras de
Arauco y la expansión de la Frontera, que dieron al país un rasgo distintivo,
quizás hasta hoy: “Chile, tierra de guerra” y, finalmente, La Serena y Copiapó,
después del descubrimiento de la plata de Chañarcillo, entrando ya por el Sur
de los grandes desiertos.
¿Y quiénes fueron los jóvenes chilenos que regresaron al país, profunda y definitivamente comprometidos con el espíritu del “48”, que ya se enseñoreaba por toda Europa y empezaba a expandirse por todo el mundo? Cristián Gazmuri hoy nos entrega algunos nombres[1]: Lastarria, los hermanos Amunátegui, Benavente, Santa María, , el presbítero Salas, Tocornal, Concha y Toro, Sanfuentes, Espejo, Blanco Cuartín, los tres Matta, R. Vial, Felipe Herrera, Eusebio Lillo, Ambrosio Montt, Francisco y Mercedes Marín, Pedro Gallo, Jacinto Chacón, Santiago Lindsay, Víctor y Pío Varas, Francisco y Manuel Bilbao, los tres Blest Gana, Isidoro Errázuriz, Santiago Arcos y, para terminar una enumeración que se vuelve exhaustiva y desconsiderada: Benjamín Vicuña Mackenna, “el niño maravilla del grupo”, según Gazmuri, con cierto tufillo de énfasis futbolero. Aquí es donde viene a cuento el nombre al que queríamos llegar en este sesquicentenario que hoy nos convoca: el nombre es el de Don Eduardo de la Barra Lastarria y el lugar es el Aula Magna del Liceo Nº 1 de Valparaíso, que lleva su nombre, honrándose con ello.
Una vez más se prueba que las ideas viajan en los cerebros y en los corazones de los hombres: es la globalización integral, la savia común de la cultura universal –que no la estrecha de la economía-, que se hace auténtica patria compartida por la Humanidad desde que el homínido originario empieza a humanizarse, a convertirse en hombre, en el sentido cabal y genérico para toda la especie, en procura de llegar a cristalizarse en persona.
Así llegamos al final del “microrrelato” prometido –y pido excusa por la referencia autobiográfica-: yo era un alumno más del Liceo de Hombres Nº 1 de Valparaíso cuando se le agregó a mi Liceo el nombre de uno de sus preclaros Rectores, Eduardo de la Barra; epónimo, es decir, nombre asociado a un pueblo o a una época o a una entidad de valores superiores. Así nos lo explicaron nuestros maestros de entonces, con elocuencia pedagógica nacida de profundas convicciones, transformadas ahora en entrañables vocaciones. Nos contaron entonces la larga lista de sus destierros y adhesiones enfervorizadas, de los encuentros y desencuentros con sus contemporáneos; de sus momentos de férrea confirmación y de angustiosa duda y vacilaciones respecto de sus propios ideales, correspondientes, acaso, con los momentos de la afirmación entusiasta o de la oposición tenaz y envenenada, a veces, de sus semejantes .
Cumplo con la muy
honorífica misión de saludar a mi casa de estudios, en nombre y representación
del Centro de Ex Alumnos, con ocasión del cumplimiento de sus primeros ciento
cincuenta años de luminosa existencia en este Valle del Paraíso, como dijera el
conquistador al arribar a la caleta que sus antiguos pobladores llamaban
Quintil.
Asumo
la tarea asistido por el emocionado recuerdo de mis maestros y de mis
compañeros de entonces, cuando era alumno del Liceo de Hombres de Valparaíso,
Nº 1 “Eduardo de la Barra”. Debo cumplirla, según creo, en los estrictos
términos que el tiempo y los valores convocados aquí y ahora se me imponen, es
decir, me exigen una pequeña historia, un “relato”, como se dice ahora. Y aquí
va.
La geografía loca, al decir de Benjamín Subercaseaux, nos
confirmó como isla o quizá como archipiélago, sacudido sin piedad por
turbulencias tan peligrosas y amenazantes como las guerras y las discordias
entre hermanos. En el campo, entre tanto, la hacienda repetía el orden feudal y
la miseria.
El panorama no era
alentador para el país: sufría los efectos demoledores del “peso de la noche”,
que dijera Portales, él mismo protagonista y víctima de dichos efectos. Algunas
luces, en medio de las sombras: la creación del Instituto Nacional, en los
albores de la Patria Vieja, por don José Miguel Carrera, en 1813, que equivalía
a los liceos de hoy –en cuanto entregaba algo así como la actual Enseñanza
Media- y a los Institutos Profesionales y Centros de Formación Técnica de hoy
–en cuanto titulaba también en relación con oficios y saberes prácticos
especializados.
Hay que esperar bastante hasta que haya Universidad de
Chile, en l843, que bajo el magisterio de Don Andrés Bello, ofreciera al país
Enseñanza Superior y formación profesional incluida, acordes con el más alto
nivel intelectual de la época. La década del 40 incorpora a numerosos talentos
expulsados de sus patrias de origen: los ilustres proscritos argentinos, por
ejemplo (Sarmiento, Mitre, Vicente Fidel López, Alberdi, entre otros); José
Joaquín de Mora, Ignacio Domeyko, Claudio Gay, Lorenzo Sazie, Amado Pissis,
Raymond Auguste Quinzac (llamado Monvoisin), Mauricio Rugendas, los tipógrafos
españoles Manuel Rivadeneira y Santos Tornero –que tanto contribuyeron a la
difusión del arte y la cultura con sus aportes invaluables a las industrias
gráficas y editoriales- fueron algunos
entre tantos otros europeos que, en busca de un asilo contra la opresión
de sus patrias, encontraron refugio y
ofrecieron sus luces a la joven república que con tanta generosidad cuanto legítimo interés los
acogía ávidamente. Muy pronto en ella
también brotaron los frutos del saber y de la cultura, en lo que se llamó -¡mal
llamado!- “el movimiento intelectual del 42”, debiéndose llamar, con mayor
justicia y propiedad, “el movimiento cultural de 1842.”
Por esa época, los pipiolos chilenos se han convertido en “liberales” y muy pronto
se convertirán en liberales y, luego, en “hombres del 48”. (“Pipiolo” viene del
diminutivo de “pipio,-onis”, que, en latín, significaba “pichón”, “polluelo” y
que se usó para desacreditar a los jóvenes “inquietos” de ese tiempo
–“indignados” se dice hoy-). Los liberales, creían ellos, fueron hombres que
anhelaban la libertad, que deseaban dirigir sus actos conforme a la razón. Por
último, surgieron los “Quarante-Huitards”,
los “hombres del cuarenta y ocho”, transidos de amor al prójimo y de fortísimo
ímpetu reivindicativo de índole económica, social, religiosa y moral hacia sus
semejantes: son fraternales, igualitarios, generosos -por último-
hasta el sacrificio de sus propias vidas.
Aquí entran a actuar también otros acicates. En Europa, y
sobre todo en Francia, que expulsó al Rey Luis Felipe de Orleans con la
Revolución de febrero de 1848, brotan ideas e ideales que deslumbran a jóvenes
chilenos y chilenas que pudieron viajar
a compartirlos con sus autores o con sus fervorosos divulgadores. Tales son,
por ejemplo, Lamennais, Quinet, Luis Blanc, el socialismo utópico, Fourier, Proudhon, Saint-Simon et al.
(Excusad el registro telegráfico, taquigráfico, taquicárdico casi, que impone
la tiranía del reloj y el temor de agobiaros sádica e implacablemente, aun
antes de cumplir mi cometido).
Durante los años previos a la caída de Luis Felipe, este
ambiente intelectual y moral se había extendido por toda Francia y por todo el
mundo civilizado. “Se pretendía, -escribió Tocqueville- destruir la desigualdad
de las riquezas; nivelar las más antiguas de las desigualdades, la del hombre y
la mujer; se indicaban remedios contra el flagelo del trabajo, etc.(...).
Además, se forjó un vocabulario revolucionario y romántico, donde palabras como
“pueblo”, “fraternidad”, “república”, “igualdad”, parecieron recobrar nueva resonancia y enriquecerse en su contenido
intelectual y moral.”¿Y quiénes fueron los jóvenes chilenos que regresaron al país, profunda y definitivamente comprometidos con el espíritu del “48”, que ya se enseñoreaba por toda Europa y empezaba a expandirse por todo el mundo? Cristián Gazmuri hoy nos entrega algunos nombres[1]: Lastarria, los hermanos Amunátegui, Benavente, Santa María, , el presbítero Salas, Tocornal, Concha y Toro, Sanfuentes, Espejo, Blanco Cuartín, los tres Matta, R. Vial, Felipe Herrera, Eusebio Lillo, Ambrosio Montt, Francisco y Mercedes Marín, Pedro Gallo, Jacinto Chacón, Santiago Lindsay, Víctor y Pío Varas, Francisco y Manuel Bilbao, los tres Blest Gana, Isidoro Errázuriz, Santiago Arcos y, para terminar una enumeración que se vuelve exhaustiva y desconsiderada: Benjamín Vicuña Mackenna, “el niño maravilla del grupo”, según Gazmuri, con cierto tufillo de énfasis futbolero. Aquí es donde viene a cuento el nombre al que queríamos llegar en este sesquicentenario que hoy nos convoca: el nombre es el de Don Eduardo de la Barra Lastarria y el lugar es el Aula Magna del Liceo Nº 1 de Valparaíso, que lleva su nombre, honrándose con ello.
Una vez más se prueba que las ideas viajan en los cerebros y en los corazones de los hombres: es la globalización integral, la savia común de la cultura universal –que no la estrecha de la economía-, que se hace auténtica patria compartida por la Humanidad desde que el homínido originario empieza a humanizarse, a convertirse en hombre, en el sentido cabal y genérico para toda la especie, en procura de llegar a cristalizarse en persona.
Así llegamos al final del “microrrelato” prometido –y pido excusa por la referencia autobiográfica-: yo era un alumno más del Liceo de Hombres Nº 1 de Valparaíso cuando se le agregó a mi Liceo el nombre de uno de sus preclaros Rectores, Eduardo de la Barra; epónimo, es decir, nombre asociado a un pueblo o a una época o a una entidad de valores superiores. Así nos lo explicaron nuestros maestros de entonces, con elocuencia pedagógica nacida de profundas convicciones, transformadas ahora en entrañables vocaciones. Nos contaron entonces la larga lista de sus destierros y adhesiones enfervorizadas, de los encuentros y desencuentros con sus contemporáneos; de sus momentos de férrea confirmación y de angustiosa duda y vacilaciones respecto de sus propios ideales, correspondientes, acaso, con los momentos de la afirmación entusiasta o de la oposición tenaz y envenenada, a veces, de sus semejantes .
De dulce y de agraz, como en todo destino de
un prohombre (también de una mujer, de idéntica valía, para ser justo); en este
caso, de un chileno del 48, de un“Quarante-Huitard chilien”, como decían los
afrancesados de entonces...
Para abreviar esta Salutación y como colofón iluminante
de esta visión alucinada –y espero que no alucinante-, me quiero declarar ante
vosotros, desde entonces y para siempre, orgulloso y feliz: “Soy del Eduardo de
la Barra y, en nombre de todos ellos, de los que lo hemos sido y de los que lo
serán en el futuro, confirmamos que en estas sobrias aulas abrevamos lo mejor de
nosotros mismos en esa privilegiada y maravillosa edad de nuestra adolescencia.
No sólo lo que éramos entonces ni lo que, acaso, llegaríamos a ser después,
sino lo más valioso, lo que es lo máximo,
lo que quisimos de todo corazón, ¡llegar a ser en nuestras vidas!”
¡He
dicho!
Valparaíso,
6 de junio de 2012